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Teoría de la cuerda

Joxanjel LEGORBURU SALABERRIA

De dintel no muy alto. Ensamblada con tablas anchas. Color verde chillón, como de manzana, pero sin brillo. Ni carpintero ni pintor, se esmeraron en hacerla parecer bonita; era tosca y ruda. Simétricamente colocado en su tercio superior, una placa elíptica de hierro esmaltada en blanco desconchado, era el único y casi obligado motivo de decoración de la PUERTA: un Jesús a corazón abierto.

En su parte inferior, una gatera, condenada con retales de madera, era señal de que en aquella casa hubo gata, que, por fértil, fue llevada a un caserío, con la prole de su última camada.

Casi en el encuentro de sus dos ejes de simetría, tenía un agujero, casi desgastado por la cuerda, que, con nudos en su visible recorrido, pendía, manoseada, que queda más bonito que decir sucia. Esta cuerda que en su parte oculta estaba amarrada al mecanismo de la cerradura, servía para que, tirando de ella, permitiera su apertura, y poder así penetrar en la vivienda.

Antes de abordar la entrañable realidad social, comunicativa y hasta de mutua confianza entre vecinos, que esta CUERDA representaba, voy a adentrarme en esta añorada casa, para entrar en su cocina, sin permiso.

Sentada en banco tosco sin respaldo, la madre va sacando los tronchos de la berza que va depositando en un balde, para txerrijana. Al rato, el recinto huele a cocido de berza. Un puchero de barro cuyo contorno básico está ennegrecido por el humo que desprende el fuego de la cocina económica esparce vahos que empañan los cristales de la ventana, que con cortinas ajedrezadas en rojos y blancos penden sujetas a hembrillas casi oxidadas.

Un fregadero de “piedra”. Grifo, color oro pobre, limpiado con sidol, gotea cual reloj de agua. La bombilla de bayoneta hace de cenital. Sus filamentos casi danzan en temblores de poca potencia esparciendo luz tenue a aquella sencilla cocina. En un apal, una radio Marconi vestida con tela, a juego con las cortinas emite el casi único programa en euskara. El bertsolari Baserri, con voz trémula va desgranado sus clásicos versos con temas que no fueran rayados con los rojos lápices de la censura franquista. Un armario de dos piezas con sencillo expositor con dos puertas de cristal, dejaban ver el juego de café que se usaría en fiestas, amen de saleros y palilleros cuyo uso limitado era indicativo de la poca carne que se comía en aquellos tiempos de escasez alimentaria. En la mesa de madera fregada con esparto y cepillo, previa lejía o asperón, una “caja” con la Virgen Milagrosa, con las puertas abiertas que dejaban ver la ranura por la que se debían de introducir las monedas. Al lado un vaso con agua, aceite y candelilla flotante iluminaba, temblorosa, a la Virgen “pedigüeña”. Casi siempre, otro vaso, con verde y abundante perejil, pareciera un florero que en la esquina de la mesa, permanecía, altivamente, fresca. Calendario de una hoja con meses, que pasados, se cosían con alfiler para recordar fechas caducas. Una escoba con manojo de ramas fibrosas, descansa encima de una pala en una esquina. Desde la ventana, un tiesto de barro crudo con geranios rojos, tapa un fresquera de red tupida que contiene alimentos y una botella verde con blanca leche comprada a la mañana a la baserritarra que, con burro, vendía por las calles de San Juan.

Un platero encima del fregadero, contiene filas de platos soperos, llanos y de postre, que la marca Starlux, regalaba como premio a la compra de aquel producto. Gozaban de orla y otras filigranas en oro. Los vasos de Duralex como signo de modernidad, permanecían boca abajo en la esquina del platero de madera. Un pequeño apal sujeto a la pared y cubierto por tela con cenefilla, sostiene un florero con ramas secas al lado de un candelabro con vela para los momentos en los que se iba la luz. Encima de la tapa de la carbonera una plancha de hierro, apretaba un trapo bien doblado con estampados de quemados y una panera vacía hacían como un motivo de decoración en aquella cocina sencilla a la que, tirando de la cuerda de la puerta de entrada, entré sin permiso porque en aquellos tiempos, tan bonitos, era casi como un derecho de los vecinos, amigos y familiares el entrar sin llamar ni avisar: Era tu casa.

Aparte de los muchos recuerdos de aquellos tiempos, en los que se mimaba la relación con los demás, las casas eran los santuarios del cariño, la amistad, la interrelación la comunicación; en una palabra: era la ampliación de los estamentos de tu propia casa.

Aquellas cuerdas (perdón por mi atrevimiento) eran sagradas porque eran los iconos que señalaban los caminos por los que se podían transitar juntos para gozar del sol, de la lluvia, de la noche, de la tormenta y del sosiego: en una palabra del cariño y la libertad.

Sin tocar la aldaba se tiraba de la cuerda para entrar en “su”, “tu” casa. ¿Tienes un poco de azúcar? Y te daba en un katillo aquel azúcar marrón no refinado. —Ya te daré— se decía. No, déjalo, se contestaba, aunque se debiera en la tienda donde lo compraste, para pagar “a pocos”. Este desinterés se mamaba continuamente en muchos aspectos de la vida, y no sólo por motivos materiales como trataré de describir más tarde.

Cuando se pedía algo por necesidad, ésta se convertía en regalo solidario. Esto ocurría porque el hecho se convertía en reversible; es decir: “hoy tú, mañana yo... ¡Claro que sí!”.

Es muy agradable, y no cuesta nada ni a la mente, ni a la literatura, el despolvar la imaginación para jugar con ella, ya que te da derecho a recrear situaciones, que, recónditas, guardas dormidas en tu propio cosmos. El entrar en una casa, tirando de la cuerda, no me supuso ningún problema: accioné el mecanismo y... ¡horror!, pisé un periódico, que después de haber fregado el suelo, superpuso para preservarlo de las pisadas. Era la primera página de un diario vespertino llamada UNIDAD (de España, claro), que la pisé con rabia manifiesta, pues en foto bien dimensionada, aparecía el Caudillo F. Franco entrando bajo palio en la Iglesia de Santa María de Donostia. La vecina, con gafas redondeadas, leía un devocionario raído, que al verme entrar lo cerró, poniendo entre las hojas el recordatorio de la comunión del hijo menor.

— Siéntate, me dijo, dirigiéndose a la cocina económica. Su encimera casi bruñida por asperones y vinagres,c ontenía el calderín donde el fuego, hecho por la mañana, guardaba el agua caliente. De encima de la tapa de latón, tomó la cafetera esmaltada en rojo. Distribuyó el café en dos tazas sin asas y revolvimos aceleradamente, el poco azúcar vertido en sentido contrario a las agujas del reloj, que en este caso, era un despertador que marcaba las cinco de la tarde.

— Oye, le dije, ¿Puedo darle la vuelta a esa página de la UNIDAD, que tienes en el suelo? Me miró con cara extraña, mientras me preguntaba intrigada: ¿Qué tiene esa página, pues?

— ¿No ves la foto? !Oi Jaungoikua!, me exclamó, rompiendo en mil pedazos aquella alfombra política, depositándolos en la carbonera.

El café estaba caliente. Lo tomé mientras releía el recordatorio de la primera comunión de su hijo.

¡Qué día más bonito el día de la Comunión de mi hijo!, exclamó con una sonrisa hecha de retales de añoranza y tristeza. Toda la vecindad, casi, estaba en esta casa, prosiguió: una le prestó el lazo, otra la corbata, el rosario, la madre de su amigo; toda la vecindad compartía la alegría y el desinterés! Era, una co-munión de toda la vecindad que volcaba su cariño en aquella criatura, que, por unos momentos, era de todos. ¡Qué entrañable! No recuerdo pero que con un retal de un trozo de una vieja sábana se secó una lágrima que correteó por su encerada mejilla. Olvida —le dije—. “¿Jugamos a cartas?” me dijo con una sonrisa incalificable. Le dije que no, que prefería charlar. Asentó con la cabeza y seguimos hablando de todo un poco; porque hablar de todo un poco, pertenece a la gente que, sin estudios, abordan temas de la vida: familia, trabajo, hijos, comidas, escuela, que suelen ser asignaturas muy duras, que, bien se encarga la Vida, en enseñar y más tarde aprender con mucho esfuerzo.

¿Quién viene? —se preguntó. Una prima del caserío, entró con un cesto de mimbre lleno de de manzanas “txalaka” y “muxikas” verde-rojas con pelusillas aterciopeladas. Una servilleta blanca, separaba los frutos, haciendo resaltar, aún más, la belleza de aquellos frutos del querido monte Jaizkibel.

Cogimos nuestras banquetas y nos sentamos en la surruna. Bajaron más vecinos e hicimos corro para comer aquellos frutos. Una preciosa estampa aquella que se formó, aquella tarde de agosto en aquel lugar, digna para ser pintada por un Zuloaga. Se habló de todo. Un arrantzale abrió una botella de sidra de espumas menguantes, que vacía, sirvió para el tintinear una melodía que la cantamos entre todos, a dos voces, con “vueltas” a lo sanjuandarra. Aquel ILUNABARRA, sonó popularmente a tiempo con la caída del sol. Santa Ana soltó sonidos y contamos nueve campanadas, mientras los chavales jugábamos a bules en el Estanko. Nos llamaron y todos nos fuimos a nuestras casas, que eran, claro, de todos.

Todo era compartir y convivir, reír, padecer, cantar, contar, dialogar y ayudar. La cuerda de las puertas eran el símbolo de la amistad y la libertad. ¿Por qué desaparecieron las cuerdas? La respuesta está en las nuevas tecnologías que son las llaves, que, juntas han cerrado todas las puertas de la comunicación entre las personas. Duro pero real.

Poema laztan bat

Atean zintzilik, korapilodun soka.
Tira-tiraka, irekitzen zuen,
anaitasunaren azoka.
Ez zuen maite borroka.
Biguntzeko balio zuen
haserrezko arroka.
ta... uxatzeko beti
tristura eta bronka.
Maite zaitut soka
zu izan zinalako amodioa ikusteko
troka.

Egile ta sortzaile: Joxanjel Legorburu S.
2010 urteko maiatzean
Pasai Donibanen

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